Artículos de revisión

La formación docente y la calidad educativa en Chile: entre estándares y emociones

Teacher training and educational quality in Chile: between standards and emotions

Pedro Rodríguez Rojas
Universidad Central, Chile

Revista Educación las Américas

Universidad de Las Américas, Chile

ISSN-e: 0719-7128

Periodicidad: Semestral

vol. 12, núm. 1, 2022

ccalisto@udla.cl

Recepción: 01 Septiembre 2022

Aprobación: 23 Noviembre 2022



Resumen: el propósito de este artículo es reflexionar sobre el proceso de formación del docente, en el contexto actual de Chile. Las circunstancias de la pandemia conllevan retos y cambios en la forma de asumir la docencia, no solo por lo que representa la adaptación de nuevas tecnologías para las clases en línea, sino por las exigencias y las nuevas responsabilidades del futuro docente. Se realizó un diagnóstico de la educación chilena, marcada por un significativo sesgo mercantil, para luego desarrollar un análisis crítico de las más recientes reformas educativas que inciden en la formación docente: el papel contradictorio entre la medición de los estándares y la implantación de modelos tecnogerenciales en la educación y el rol que ocupan las emociones y las subjetividades en la formación docente; finalmente, se revisó todo lo que esto implica en la consecución de la añorada calidad educativa.

Palabras clave: estándares, formación docente, gerencia, identidad, tecnología.

Abstract: This article aims to reflect on the teacher training process in the current Chilean context. The pandemic context implied challenges and changes in the teaching approach, not only because of the adaptation to new technologies for online classes but also the demands and new responsibilities of trainee teachers. We started with a diagnosis of Chilean education —marked by an important mercantile bias— to then enter a critical analysis of the most recent educational reforms that affect teachers' training. This is the contradictory role between the measurement of standards and the implementation of techno-managerial models in education, in addition to the role of emotions and subjectivities in the training of teachers and all that this implies in achieving the desired quality education.

Keywords: standards, Teacher training, management, identity, technology.

Introducción

La crisis producida por la pandemia de Covid ha confirmado lo que, por muchos años, ha venido siendo denunciada como una crisis mundial. Ya no es solo el cambio climático, es el planeta todo el que exige un nuevo modelo de desarrollo (Gómez Luna, 2020). La pandemia del Covid no nos llega en cualquier tiempo o espacio. Abordamos la pandemia como un suceso crítico global, que marca una inflexión en el devenir histórico (Arata, 2020). Aparece en un momento de agotamiento de los recursos naturales y de urgencia ambiental, en el que el sistema económico manifiesta su rostro más dañino. Esta pandemia ha sido la manifestación más evidente de la globalización, en todas sus facetas. Este virus y su violenta propagación han llegado a todos los rincones del mundo y también han puesto de manifiesto las terribles desigualdades para enfrentarlo.

Nos preocupa, aún más que la propia pandemia, el llamado a una vuelta a la “normalidad”, como si lo que existía en el mundo antes de la pandemia fuera normal y bueno. ¿De qué normalidad estamos hablando? Entendemos el deseo de las mayorías de regresar a las calles, de trabajar, de volver a las clases y de reencontrarnos con los seres queridos, pero, si para algo tiene que servir esta crisis, es para dejarnos claro que poco de lo que estábamos haciendo con el planeta y con nuestras vidas era “normal” y que el mundo requiere trasformaciones radicales. Pero no somos ingenuos, sabemos que, a pesar de los buenos deseos, los discursos y los análisis, se hace complejo construir nuevos rumbos; pero, para quienes somos educadores y para quienes trabajamos en las ciencias sociales, existe la obligación, no solo de pensar, sino de contribuir con transformaciones reales.

Son muchos los desafíos que nos esperan en los próximos años en las formas y maneras de asumir la educación. Debemos tener claridad en que esta crisis no es pasajera ni coyuntural, sino que se trata de una crisis civilizatoria. “Esta crisis ha desnudado la inequidad y la desigualdad educativa que era preexistente a la pandemia en nuestras sociedades, y que requiere estrategias de cambio estructural más que programas de continuidad educativa” (Chaves Zaldumbide, 2020, p. 57). Fundamentalmente, nos preocupa el énfasis tecnologicista y administrativo que se le ha dado a la discusión (Muñoz, 2020). Una de las mayores preocupaciones que se ha mencionado (Gómez-Arteta & Escobar-Mamani, 2021) es que Chile no está en condiciones óptimas para brindar educación virtual en tiempos de pandemia u otra crisis similar, pues existen importantes dificultades de conectividad a internet por parte de la población y el nivel de dominio tecnológico de docentes y alumnos no es suficiente. Frente a esta realidad, debemos preguntamos: ¿es este el asunto fundamental, al que debe abocarse la educación en los próximos años? De ser así, el objeto de la educación estaría en manos de los burócratas y de los técnicos, es decir, un asunto de recursos financieros y voluntad política, no de la educación (Aguilar, 2020).

Diagnóstico de la educación en Chile

Para nadie es un secreto que el sistema educativo que domina en Chile fue diseñado principalmente durante la dictadura militar de Pinochet (1973-1990), bajo la reforma conocida como “modernización del sistema”, cuyos ejes fueron la reestructuración administrativa y la desarticulación de los movimientos y espacios políticos. Las transformaciones curriculares se orientaron hacia la eficiencia administrativa y económica de lo educativo. También hubo marginación de los contenidos relacionados con la reflexión crítica sobre la participación social y la formación ciudadana en derechos humanos. La administración de la educación pública –que recaía en el Ministerio de Educación– fue traspasada a las municipalidades, a partir de 1981, mientras la educación privada vivía su mayor auge, recibiendo financiamiento del Estado (Ruiz et al., 2018).

Tal como señalan Cevallos y Rama (2016):

en términos administrativos, los supuestos básicos de esta reforma es que se asocia la calidad de la educación a la descentralización del sistema, al traspaso de las mismas a la gestión privada y a la libertad de elección de los establecimientos, en función de la calidad de los servicios educativos (p. 76).

Se buscaba disminuir el peso del Estado y acrecentar la participación local y privada, quedando la educación pública en un papel marginal, solo para responder a la población que no era de interés para el sector privado. Actualmente, solo el 25 % del sistema educativo es financiado por el Estado, mientras que los estudiantes aportan el otro 75 %.

Bellei (citado por Escobar, 2018) plantea que, desde la reforma de 1980, el sistema educativo se caracteriza por su carácter privatizador y por funcionar con las normas de la economía de mercado. Bellei argumenta que las políticas aplicadas a posteriori no cambiaron este modelo educativo. A pesar que el sistema educativo de Chile es considerado uno de los de mejor calidad en la región, al contrastarlo con otros miembros de la OCDE –de la que Chile es miembro desde 2010–, es uno de los que resulta con peores resultados. Según esta misma organización, Chile es superado sólo por Estados Unidos en la cantidad de dinero que los estudiantes tiene que aportar para pagar su educación (OCDE, 2018).

Con respecto a las universidades, en el contexto de las reformas educativas durante la dictadura, la Universidad Técnica del Estado y la Universidad de Chile fueron desarticuladas, dando origen a universidades estatales de carácter regional. “Esto produjo dos tipos de universidades: las conocidas «universidades tradicionales», que corresponden a las universidades del estado y las particulares sin fines de lucro, iniciadas antes de 1981, y las restantes «universidades privadas»” (Gaete & Morales, 2011, p. 36). Estas universidades –más seis universidades de carácter particular– conforman el grupo de las «universidades tradicionales» que se agrupan en el Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas (CRUCH), y que son beneficiadas con fondos del Estado.

En 2011, el CRUCH estaba conformado por doce universidades estatales y nueve privadas (seis son propiedad de la Iglesia Católica). Simultáneamente, se estimuló la formación de universidades privadas. A pesar de que la ley normaba que estas universidades debían ser corporaciones sin fines de lucro –a diferencia de los institutos profesionales y los centros de formación técnica (CFT)–, se han producido múltiples denuncias sobre desviaciones jurídicas que estimularon el mercado en el sector educativo (Gaete & Morales, 2011).

Chile carece de un sistema universitario coherentemente articulado, se ha generado un fuerte crecimiento en las últimas décadas, “pero sin un control exhaustivo en lo administrativo y, aún más importante, en una dirección, es decir, en una política universitaria unificada, que responda a las prioridades de la nación” (Camus et al., 2018, p. 59). El sistema de educación superior chileno se compone de tres tipos de instituciones, que, en el 2010, totalizaban 173: universidades (59), institutos profesionales (43) y centros de formación técnica (71). La matrícula alcanzó a 987.643 estudiantes, lo que representa un significativo crecimiento con respecto a 1990, cuando solo había unos 240 mil inscritos. En el 2020 la matrícula total de educación superior alcanzó 1.221.017 estudiantes. En este periodo, la cobertura por edades, entre 18-24 años, pasó de un 16 % a superar el 40 %. En el 2008, un 58% de los estudiantes chilenos estaba en instituciones privadas con financiamiento del Estado, al tiempo, que, en la educación estatal, estaba el 42 % (Consejo Nacional de Educación, 2021). Según cifras de la OCDE (2018), en 2017, el 85% de los alumnos chilenos del nivel universitario estaba inscripto en establecimientos privados y las familias cubrían la mayoría de los gastos, un 64%, en Chile, en contraste con el 30% en la OCDE.

Compartimos la opinión de Fuentes y Rocha (202 1), quienes señalan que no hay la menor duda de que se ha producido un crecimiento significativo de las universidades chilenas, en las últimas décadas, tanto en la matrícula estudiantil como en cantidad de proyectos y de publicaciones de sus docentes –necesarios para cumplir con los estándares de acreditación–; pero, simultáneamente, es lamentable lo que tiene que ver con “su pertinencia social y sobre la calidad de la enseñanza, pues antes nunca las universidades han estado tan al margen de las decisiones públicas, limitándose solo a recibir instrucciones generales del ejecutivo en materia académica y económica” (Fuentes y Rocha, 2021, p. 117).

Según Leyton (2020), los procesos de acreditación y de calidad en los establecimientos de educación superior están signados por principios mercantiles, que generan mecanismos competitivos para obtener financiamiento del Estado, pero principalmente del exterior, quedando marginados los intereses del país. “Los académicos y académicas se transforman en agentes económicos y empresariales competitivos” (p. 23), cuyas investigaciones y productos responden más a cumplir parámetros de medición que a satisfacer las necesidades sociales. Todo esto va acompañado de la utilización de estándares empresariales de medición de la “calidad” del conocimiento, como son las bases de datos de publicaciones indexadas Web of Science (WOS) –de la empresa norteamericana Clarivate Analytics– y SCOPUS –de la empresa europea Elsevier–, los que “controlan el mercado de publicaciones científicas” (Puentes-Cala, 2019). Lo que produce –como consecuencia– que las universidades se preocupen más por competir en materias de financiamiento, número de publicaciones o investigaciones de reconocimiento científico global y se priorice en un sistema de calidad en el contexto de una política de “libre mercado”.

La formación docente y la medición de la calidad educativa en Chile

Como indica Ávalos (2016), el primer avance con respecto al rol de los docentes y a su formación ocurrió en los años noventa, con el surgimiento del programa de Fortalecimiento de la Formación Inicial Docente (FFID). El Ministerio de Educación de Chile (MINEDUC), bajo la conducción técnica de su Centro de Perfeccionamiento, Experimentación e Investigaciones Pedagógicas (en adelante CPEIP), inició la elaboración de orientaciones acerca de lo que se espera que sepa y cómo actúe un profesor al finalizar su formación inicial docente. Este trabajo contó con el apoyo del Centro de Investigación Avanzada de Educación (CIAE), de la Universidad de Chile, y del Centro de Estudios de Políticas y Prácticas en Educación (CEPPE), de la Pontificia Universidad Católica de Chile, quienes elaboraron un instrumento denominado Estándares Orientadores para Egresados de Carreras de Pedagogía en Educación Básica, en el que se indica: “El concepto de estándar, en el contexto educacional, se entiende como aquello que todo docente debe saber y poder hacer para ser considerado competente en un determinado ámbito”, para el caso de este estudio, en la enseñanza en la Educación Básica (CPEIP, 2011).

Tal como lo afirman Cabezas, Medina, Müller y Figueroa (2019), en años recientes, se han producido reformas que intentan mejorar los niveles de calidad y equidad educativa, de perfeccionar la gestión institucional del sistema educativo y de profesionalizar al cuerpo docente. La Ley de Inclusión Escolar, la Nueva Educación Pública (NEP) y el Sistema de Desarrollo Profesional Docente (SDPD) son algunas de estas novedades legislativas e institucionales. Anteriormente existía la Ley Nº 20.529 (del año 2011), que fundamenta el Sistema de Aseguramiento de la Calidad para los niveles de educación desde parvularia hasta la media. Y en la actualidad se proponen procesos e instrumentos que generan orientaciones a los docentes sobre lo que deben saber, saber hacer y los grados de logros: los Estándares Orientadores para la FID, el Marco para la Buena Enseñanza (MBE), las Bases Curriculares y los criterios de acreditación para carreras de Educación.

En el 2016, en el marco de la ley n° 20.903, se buscó formalizar la Formación Inicial Docente (FID). Actualmente, se encuentra en periodo de implementación –entre los años 2016-2026–, definiéndose como una “política integral que aborda desde el ingreso a estudiar pedagogía hasta el desarrollo de una carrera profesional” (CPEIP, 2016). Sin embargo, compartimos con el Informe de la OCDE (2018), la idea de que los profesores tienen un impacto más directo en el aprendizaje escolar que las estructuras, presupuestos, programas de estudios, inspecciones y sistemas de rendición de cuentas (OCDE, 2018). Desde el 2016, el Sistema de Desarrollo Profesional Docente, viene exigiendo cambios sustantivos de los estándares de acreditación para el sistema educativo. Pero es reciente (2021) cuando fueron aprobados por el Consejo Nacional de Educación. Estos cambios deberían producir una transformación en el proceso educativo y deberían responder a la pertinencia y relevancia de los contextos sociales del Chile actual (Fernández, 2020).

Existen diversas instituciones que buscan asegurar la calidad de la FID:

i. El Centro de Perfeccionamiento, Experimentación e Investigación Pedagógicas (CPEIP): es un organismo dependiente del Mineduc, que tiene dentro de sus funciones el implementar el Sistema de Desarrollo Profesional Docente (SDPD).

ii. El Consejo Nacional de Educación (CNED): es un organismo autónomo del Estado, que busca promover y asegurar la calidad de la educación en todos sus niveles.

iii. La Comisión Nacional de Acreditación (CNA): es la exclusiva responsable de la acreditación obligatoria de las carreras de Medicina y Pedagogía, a diferencia de otros programas, que pueden realizar este proceso en conjunto con agencias externas.

iv. Por último, la Comisión Asesora para la Formación Inicial Docente se constituyó en 2016.

Según Cabezas et al. (2019), en general, la política y las directrices de la Formación Docente y de la calidad educativa presentan serias deficiencias, entre las que estos autores mencionan:

i. Falta de un marco de referencia nacional, que entregue coherencia a los distintos programas FID del país y al desempeño profesional posterior, a partir de estándares definidos a nivel nacional. A esto se suma que estos programas no cuentan con sistemas de seguimiento para verificar su cumplimiento. Como los programas FID no tienen una obligación formal de alinear sus mallas curriculares al MBE y, tal como lo señala el estudio de la OCDE del 2018, no existe un marco de referencia nacional que garantice un mínimo de coherencia entre los distintos programas FID;

ii. Existe un déficit de docentes vinculados al crecimiento de la selectividad de programas FID. Entre las modificaciones generadas por la Ley 20.903, es el crecimiento de la selectividad en el ingreso a los estudios en Educación, sumado a las nuevas exigencias de acreditación. Estas exigencias, junto al cierre de programas FID en institutos profesionales, en 2015, producen un decrecimiento de la matrícula en instituciones consideradas por los estándares como de “menor calidad” y un crecimiento de alumnos en instituciones con acreditación alta. Se calcula que el déficit de profesores será mayor y que, para el 2025, se producirá un déficit de 32.166 docentes;

iii. Los aranceles de las carreras de educación dificultan una formación inicial docente de calidad;

iv. La crítica principal al sistema de acreditación es la priorización en los resultados por encima de los procesos, y, además, la agencia de calidad no está especializado en formación de docentes y sus criterios de acreditación no están sistemáticamente relacionados con los estándares del CPEIP;

v. Las evaluaciones diagnósticas no está en total sintonía con las exigencias de las IES;

vi. En cuanto al tema del aula inclusiva, hay serias dudas de que los egresados, en promedio, estén preparados para contribuir con las políticas de inclusión y diversidad en el aula y las instituciones educativas,

vii. Hay evidentes carencias en herramientas y competencias para la integración docente y el trabajo en redes. (Cabezas et al., 2019).

¿A que nos referimos con calidad educativa? ¿Cómo se mide la calidad educativa?

Para Beatriz Fernández (2020), la pandemia nos obliga a repensar lo que representan, en la actualidad, la escuela, la formación docente y los aprendizajes de los estudiantes de pedagogía. Se hace necesario abrir espacios de reflexión y de trabajo entre carreras de pedagogía y proponer alternativas que permitan vincular la formación docente con el contexto actual, de emergencia sanitaria y crisis sociopolítica que se vive en Chile. Según Reséndiz (2020):

Esta crisis evidencia las paradojas y condiciones a las que se enfrenta la profesión docente actualmente: la plaga de nuevas responsabilidades al tiempo que se reducen sus espacios para la toma de decisiones; su falta de acercamiento a las comunidades por excesiva carga de trabajo −sobre todo administrativo−; la inadecuada formación docente en una profesión dedicada al aprendizaje; el aumento de estrés, presión y control, además de la sensación de vulnerabilidad, culpabilidad y explotación; la disparidad salario-responsabilidad; el poco reconocimiento social; la auto-explotación para mantener el trabajo; las jornadas laborales agotadoras; las tareas y horarios fragmentados; los espacios de trabajo precarios; una profesionalidad forzada cuyas características no desea toda la población magisterial, y el uso de pedagogía como una estrategia de control y disciplinamiento (p. 24).

En nuestra educación se ha instalado un modelo tecnocrático, que fomenta la competencia y el individualismo y que ha estimulado la selección del alumnado en función de su “excelencia”. El discurso tecnogerencial se adueñó de la educación. Al decir de Aranda y Parra (2014): “la escuela se convirtió en un espacio funcional-administrativo y dejó de ser un espacio reflexivo […] en países como el nuestro, donde la educación es considerada por muchos, un «bien de consumo»” (p. 6).

Sin la menor duda, el sistema educativo (desde el nivel parvulario hasta el universitario) comprende instituciones compuestas de procesos, estructuras, recursos materiales, y, sobre todo, del elemento humano y que, como toda institución, requiere tener cierto orden, normas, planificación, control, evaluación, dado que persigue lograr la calidad (Pérez-Ruiz, 2014). En tal sentido, la educación, como institución, no puede escapar del proceso gerencial. Pero es indispensable dejar claro que la educación no es una empresa de carácter mercantil, que cumple principalmente una función social y este logro está muchas veces reñido con los principios de las empresas con fines lucrativos (Diez-Gutiérrez, 2020).

Estas reformas –por medio de mecanismos de evaluación, de la existencia de estándares educativos y de rendición de cuentas– incorporan elementos que pertenecen a otros ámbitos, como el empresarial, y justifican formas de exclusión dentro de la propia escuela, paradójicamente, por medio de discursos que buscan igualdad y equidad, y al mismo tiempo descartan o no reconocen como válidos otros discursos que están presentes en los planteles educativos desde hace tiempo; por ejemplo, la importancia del cuidado del otro, de su salud e integridad; el fortalecimiento de la amistad y la colaboración; la vocación magisterial, o el beneficiar a la comunidad y contribuir a su desarrollo (Reséndiz, 2020).

De la misma manera, es necesario indicar que, con el uso de los conceptos y categorías del discurso tecno-gerencial, permean posturas ideológicas sobre lo que es la educación. Como cualquier otro discurso, el discurso gerencial no es aséptico, responde a las condiciones e intereses de donde surge este discurso, que no es otro que el de la empresa con fines de lucro. Al respecto Pérez Gómez (2000) señala:

La traslación de los valores de los procesos a los productos, la primacía de los resultados observables, la separación de los medios y los fines, así como la justificación ética de los medios en virtud del valor de los productos son, a mi modo de estudiar, las manifestaciones más evidentes y sutiles en la actualidad del principio de alienación humana. Este principio se aloja en la concepción instrumental de la vida del hombre y se refleja en el modelo tecnológico de intervención educativa, obsesionado por la eficiencia y la productividad observable y cuantificable. (p. 11).

Al decir de Kemmis y McTaggart (1988): “Las escuelas, como instituciones, no sirven siempre y uniformemente a los valores educativos. Inescrutablemente, se ven obligadas a servir a otros valores que le son impuestos; por ejemplo, el valor de la eficiencia” (p. 48). Se pregona una calidad que no prioriza en el impacto social, sino que, como lo explicitan los propulsores de estas categorías en la pedagogía, la calidad es abordada como máxima satisfacción al cliente. De esta manera, la calidad y su gestión no tiene como prioritario las necesidades y características de la nación, sino que responden a políticas de mercadeo y a parámetros internacionales.

En demostración del peso que le dan los seguidores del uso de estas categorías gerenciales en la educación, citemos a López Rupérez (1994), quien señala: “aun cuando no es equivalente, ni puede serlo, a un marco científico, tiene en su favor la prueba de validez empírica otorgada por la utilización reiterada, a lo largo de más de dos décadas, en empresas exitosas” (p. 84). Este autor deja muy claro que estos conceptos gerenciales no responden a la ciencia sino al mercado, que lo importante es obtener resultados exitosos, a lo que nos preguntamos: ¿y qué es el éxito? Seguramente los postulantes de estos conceptos nos responderán, categóricamente, que es todo aquello que contiene calidad (mayor tautología sería difícil).

En los últimos años hemos percibido cómo las instituciones educativas –y principalmente quienes tienen la responsabilidad de su gestión– se apropian de conceptos y de categorías como eficacia, eficiencia, reingeniería, calidad total, y se refieren a los estudiantes como clientes o consumidores. Gestores y gerentes en instituciones públicas y hasta altos responsables del gobierno hacen referencia al “negocio o empresa educativa”, se refiere a producto para indicar al egresado. Además de los daños que representa una abultada burocracia en el sistema educativo, esto desvirtúa el sentido último del proceso educativo.

Al decir de Rodríguez (2010): “así como existe la masificación de recursos tecnológicos aplicados a la educación, también se produce una proliferación de técnicas gerenciales en materiales impresos, libros, videos, foros, teleconferencias, y hasta postgrados, en lo que podríamos llamar una massmediatización del discurso administrativo” (p. 55). A nivel internacional, se genera una verdadera efervescencia del discurso gerencial. Organismos internacionales –como la UNESCO– pretenden nuevamente marcar pautas y directrices sobre lo que debería ser la administración escolar a nivel mundial (UNESCO, 2019). “Las llamadas escuelas gerenciales, encabezadas por los grandes "gurúes" que hacen culto a la excelencia, a la eficacia, a la calidad, a lo funcional, a lo pragmático se expanden por todas las instituciones sin mediar en sus fines” (Rodríguez, 2010, p. 56).

Dentro de los parámetros fundamentales de este discurso tecnogerencial se señala el fin último de la búsqueda de la calidad y de la excelencia, con lo que todos deberíamos estar de acuerdo: difícilmente a alguien, en su sano juicio, se lo ocurra proponer algo que no esté enmarcado en el concepto de la búsqueda de la calidad. Frecuentemente se hace referencia a los desafíos de mejorar la calidad y la equidad de la educación. Las diferencias surgen cuando debemos precisar aspectos como los siguientes: ¿a qué nos referimos cuando hablamos de calidad y equidad en educación? ¿Manejamos todos los mismos criterios?

Alcanzar la calidad, tanto en el proceso de enseñanza como en el resultado de las instituciones escolares, es fundamental. El uso cotidiano y masivo de categorías como la eficacia y la excelencia educativas, puede enmascarar la intencionalidad de profundizar barreras y procesos de marginación en la educación, creando estratificaciones entre excelentes, buenos o malos alumnos, excelentes o malos egresados, buenos o mediocres docentes, exitosas o deficientes instituciones escolares, desdeñando –intencionalmente– el contexto: alumno-docente-escuela-comunidad. Todo esto limita seriamente el derecho de quienes, por su situación socioeconómica de origen, están imposibilitados de lograr los estándares con los que se mide y califica la calidad y la excelencia (Rodríguez, 2010). De esta forma, tendríamos un sistema educativo más excluyente y competitivo, más cargado a la intolerancia, al individualismo, confrontando el sentido originario de la educación como un proceso colectivo, donde lo bueno y funcional no solo se miden por estándares de rentabilidad económica sino por su sentido ético, donde la eficiencia, la eficacia, no pueden sobreponerse a la solidaridad, al amor, al compromiso con la Otredad.

Afirmamos, que el discurso gerencial, cargado de intereses mercantiles, no solo enmascara sus verdaderos intereses lucrativos, principalmente la legitimación en el uso y defensa de los novedosos recursos tecnológicos, sino que, además, persigue contribuir a la desarticulación de los Estados nacionales y transformar el sistema escolar en un mero negocio. Esta perspectiva de lo gerencial busca privilegiar el papel de la administración privada, la cual se promueve como sinónimo de lo eficaz y, por el contrario, la administración pública, por su propio carácter público-social, representa lo ineficiente, la corrupción y la poca productividad. Esta posición coloca en minusvalía al rol de lo público y de los Estados Nacionales, siendo reemplazados por el mercado y lo privado, como si el mercado y el sector privado fueran neutrales y asépticos, y no respondieran a intereses mercantiles y a poderes hegemónicos nacionales y mundiales.

La calidad educativa no puede ser medida con parámetros extraños e impuestos a la institución escolar, por el contrario, debe responder a sus particularidades, pero sin negar la existencia de principios generales y universales (Falabella, 2016). Una calidad medida desde y para la competencia, no para el aprendizaje cooperativo. Compartimos con Maturana (1992), quien advierte contra esta tendencia del sistema educativo chileno y manifiesta su profunda preocupación:

De modo que los jóvenes chilenos están ahora, implícita o explícitamente, empujados por el sistema educacional actual a formarse para realizar algo que no está declarado como proyecto nacional, pero que configura un proyecto nacional fundado en la lucha y la negación mutua bajo la invitación a la libre competencia. Aún más, se habla de libre competencia como si esta fuese un bien trascendente. La sana competencia no existe. La competencia es un fenómeno cultural y humano y no constitutivo de lo biológico. Como fenómeno humano la competencia se constituye en la negación del otro (Maturana, 1992, p. 7).

Para Darling-Hammond (2012), la masificación del sistema escolar, en la sociedad del conocimiento, colocó a los países en la disyuntiva de escoger por reformas educativas fundamentalmente de dos tipos: a) basadas en el desarrollo de capacidades y la equidad, y b) sustentadas en la rendición de incentivos y cuentas. Chile es uno de los países que ha orientado su reforma educativa en este último sentido. Ingvarson, et al. (2011), en una visión claramente tecnocrática y liberal de la educación, señalan que la fortaleza de un sistema de aseguramiento de la calidad de la formación docente se basa en la conjunción de tres factores principales:

1) La selectividad de los programas: regulaciones sobre el ingreso.

2) Las regulaciones sobre los procesos formativos: sistema de acreditación priorizando ofrecer las mejores alternativas de aprendizaje.

3) Las regulaciones en el egreso: un sistema de habilitación docente que compruebe el éxito de niveles mínimos de desempeño. “Dentro de esta última estrategia, se debe incluir la de las pruebas que miden aprendizajes en los estudiantes, como PISA 6 y TIMSS 7, a nivel internacional; así como también la prueba SIMCE 8 en Chile, evaluación que muy incipientemente comienza a utilizarse para medir el aporte de los docentes al aprendizaje de sus estudiantes” (p. 143).

En este mismo orden, a nivel mundial, la UNESCO ha desarrollado una serie de estándares para identificar las habilidades que los docentes necesitan, en respuesta a los avances tecnológicos y a la nueva visión de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. El documento, denominado Marco de competencias de los docentes en materia de TIC, incluye dieciocho competencias, organizadas en torno a seis aspectos de la práctica profesional de los docentes: "comprensión del papel de las TIC en las políticas educativas, currículo y evaluación, pedagogía, aplicación de competencias digitales, organización y administración, y aprendizaje profesional de los docentes y en tres niveles de uso pedagógico de las TIC, por parte del profesorado: adquisición, profundización y creación de conocimientos” (UNESCO, 2019, p 36).

En el caso chileno, recientemente el MINEDUC, a través del Sistema de Aseguramiento de la Calidad (SAC) –creado en el 2011–, en su Plan de aseguramiento de la calidad de la educación 2020-2023, ha insistido que, frente a los efectos de la pandemia, lo prioritario es: “la implementación de plataformas digitales para estudiantes, docentes, directivos y familias, la implementación de la anhelada Televisión Educativa y de programas educativos a través de radios locales” (p. 10).

En relación a la formación de profesores, las evidencias demuestran que los estándares no han representado significativas mejoras educativas, cuando estas se han impuesto desde afuera como mecanismos de control. Es diferente cuando los estándares son producidos e internalizados por los propios educadores o las instituciones educativas, siendo valorados y evaluados y aceptados por los actores educativos (Zuzovsky y Libman, 2006, citado por Ruffinelli, 2013).

Según Andrea Ruffinelli (2013, p. 68):

la relación entre estado y mercado, y el rol específico que asume el Estado, varía entre sistemas educacionales. En uno que confía más en el mercado, se minimiza la acción del Estado y la evaluación se utiliza como sistema de información para rankear las instituciones e informar la demanda, dejando que el mercado regule la calidad. Al respecto, nuestro país figura en los análisis comparados internacionales en el extremo de la desregulación educativa, es decir, proveyendo un marco mínimo de actuación a las instituciones y actores, y entregando, mediante mediciones de aprendizaje, información a la demanda (Banco Mundial, 2007).

A modo de conclusión: el sentido de la educación

Es evidente que las instituciones escolares y la formación docente deben ser reestructuradas, pero otra cosa es referirse a su fin o desregularización. Particularmente, sobre los retos de la formación docente, para Beatrice Ávalos no se ha llegado, en Chile, a

los extremos señalados por Zeichner (2010) de experiencias dirigidas a desinstitucionalizar la formación docente; pero esto podría ocurrir en la medida en que no se preste atención a los efectos de largo alcance que tendría el uso de ciertos instrumentos de presión que no son examinados en sus interrelaciones, o en sus efectos (Ávalos, 2016, p. 35).

Esta reconocida investigadora, Premio Nacional de Educación 2013, ha indicado, en múltiples oportunidades, que es fundamental la formulación y la implementación de políticas sistémicas de desarrollo docente, que contribuyan a superar la desarticulación y disgregación de las acciones que debilitan la calidad del trabajo docente. Ávalos (2006) se refiere al conocimiento profesional que deben manejar los docentes: “conocimientos disciplinares, que subyacen al currículum escolar, conocimiento de los procesos psicológicos y sociales de los niños y jóvenes, formas de enseñar y evaluar, y conocimiento del contexto social y cultural de sus alumnos” (p. 71). Para Cornejo et al. (2021), el trabajo docente ha sido descrito “como un trabajo emocional y afectivo, los aspectos emocionales del trabajo docente se articulan profundamente con los sentidos y propósitos morales que guían la docencia, sin embargo, este trabajo inmaterial, emocional y “moral” se despliega en un espacio altamente regulado: la institución escolar” (p. 72).

La escuela y el quehacer docente no se restringen ni al currículo ni a los procesos de enseñanza, sino que es fundamental la comprensión del contexto, el compromiso ético de la escuela y el docente. Educar no es instruir, así como tampoco la información no es conocimiento y mucho menos nos otorga inteligencia y capacidad de análisis crítico. Más aun, en el contexto de pobreza y desigualdad de nuestro país y de América latina. Insistimos en que el educar y formar traspasa lo cognitivo, no sólo es un proceso de aprender y mucho menos de adquirir información, la educación debe discriminar y priorizar saberes. Educar y formar transciende la capacitación para cumplir una función. La educación no es solo cognición ni la escuela es solamente una institución. Educación es fundamentalmente formación para la vida plena, no solo para el trabajo, sino la integridad de la vida. (Chaves, 2020).

La educación, como formadora de ciudadanos libres, de pensadores críticos, dotados de valores éticos que dan significado a la existencia digna, tiene una misión en la formación de hombres y mujeres comprometidos con su contexto, seres sociales que reconocen su existencia no sólo a su ego, sino al hecho de convivir con los Otros (en comunidad), sin los que no puede existir. Valores como el respeto a la naturaleza y a los otros seres vivos, la solidaridad humana, el amor y la felicidad, no pueden ser transmitidos por los novedosos medios tecnológicos y por redes sociales. Estos sólo pueden ser asimilados en la familia y en la institución escolar.

Referencias

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